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miércoles, 10 de agosto de 2016

Contestador - Liliana Heker

Liliana Heker

Los artefactos no me son propicios. Puedo resolver con
cierta elegancia un sistema de ecuaciones con incógnitas y
ni siquiera le temo al producto vectorial, pero basta que
ensaye multiplicar veintitrés por ocho en una vulgar calculadora
de bolsillo para que cifras altamente improbables
invadan la pantallita y, pese a mis intentos desesperados,
perseveren en quedarse ahí. Para decirlo de una vez
por todas, aun la más arcaica de las batidoras eléctricas
tiende a insubordinarse apenas la toco.
Pero el contestador era otra cosa para mí. Lo creía un
artefacto benévolo, un amortiguador gentil entre el mundo
exterior y yo. Confieso que mi primer -remoto- contacto
con uno de ellos no fue amable: yo estaba llamando
por teléfono a un poeta melancólico; olvidé (o no
tuve en cuenta) que además era veterinario. Luego de
unos segundos irrumpió su voz, sólo que solemne y
odiosa, y dijo: “Soy el contestador telefónico del doctor
Julio César Silvain; tiene treinta segundos para contarme
su problema”.
Ahora las cosas han cambiado. Sin que nada lo haga
prever, Bach o Los Redonditos pueden irrumpir en nuestra
oreja y atenuarnos toda angustia, y una voz amistosa o
seductora, o el escueto anuncio: “Flacos
, no estoy o me
zarpé; llamen después”, anticipan con bastante aproximación
qué vamos a encontrar cuando por fin nos atienda
un humano.
Conscientes de esta cualidad anticipatoria, Ernesto y yo,
apenas tuvimos un contestador pusimos singular esmero
en la grabación. Verano porteño fue el resultado de un
análisis minucioso: yo redacté el mensaje (distante pero
cordial) y él lo leyó con voz grata. Todo parecía benigno.
No sólo por la libertad que el contestador nos otorgaría
en el futuro y por su virtud poética -¿no hay cierta belleza
en la sucesión arbitraria de mensajes, en el contraste a veces
violento entre los tonos y los propósitos de unos y
otros?-; era benigno sobre todo por la esperanza. Sí.
Aunque nunca hablábamos de eso, nos pasaba que al regresar
de un viaje o de una mera tarde fuera de casa,
apenas activábamos el playback había un suspenso, un
instante brevísimo pero embriagador en el que los dos sabíamos
que una noticia afortunada podía saltar sobre nosotros
y catapultarnos a la alegría. Cierto que muchas veces
un acreedor o una madre nos traían tristemente a la
realidad, pero quién nos quitaba ese instante privilegiado
en que el mensaje era puro futuro y la felicidad podía estar
al acecho.
Hasta que el lunes 28 de abril todo cambió. Llegamos a
casa, apretamos el playback y, como siempre, esperamos
la salvación. Justo después del mensaje de un estudioso
de Texas apareció la voz. Era una voz de mujer, sonriente
y aliviada, como de quien se ha liberado de una carga pertinaz.
Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando
todos estos meses y tenías razón: no podemos vivir separados.
Llamame”. Me inquieté; era evidente que Amanda
no dudaba del amor de Nico, ¿cuánto tardaría en deponer
su orgullo y volver a llamar (esta vez al número correcto)
así se aclaraba todo? Después me olvidé, hasta
que el miércoles, mientras me estaba bañando, volví a escuchar
la voz: “Nico, habla Amanda; hace dos días que
estoy...”. Salí chorreando del baño; cuando llegué al teléfono
Amanda había cortado. El mensaje del sábado ya
aportaba algunos detalles oscuros sobre el carácter de
Nico; según Amanda, él también había hecho lo suyo para
que esto terminara, ¿qué se venía a hacer el ofendido
ahora? Ernesto y yo nos miramos con desaliento; el amor
es un estado excelso e infrecuente, no podíamos dejar que
estos dos se desencontraran. Decidimos desconectar el
contestador y quedarnos en casa todo el fin de semana.
Inútil: Amanda no llamó. Dos veces, eso sí, atendí yo y
me cortaron con violencia; el mensaje del martes nos indicó
que mi voz no había hecho más que empeorar las cosas.
Probó Ernesto; durante dos días se dedicó nada más
que a atender el teléfono con voz desdibujada pero, al
parecer, Amanda también le cortó a él. Creí entender la
razón: a esta altura, ella no tenía el menor interés en facilitarle
las cosas a Nico. Si estaba en casa, que se tomase el
trabajo de llamar él, qué diablos, si todavía creía que este
amor “tan exaltado por él en otros tiempos” (tonito irónico
de Amanda) seguía valiendo la pena.
El quinto mensaje nos decidió: era desolador y vengativo.
Se están destruyendo, dijimos. Había que idear una solución.
Calculamos que, si Amanda recordaba mal el número,
era probable que el teléfono de Nico se pareciera al nuestro.
Empezamos por variar un número cada vez. Cuarenta y cinco
posibilidades, y otras diez incluyendo aquellas características
que podrían confundirse con la de casa.
Nos llevó dos días. Encontramos a dos personas llamadas
Nicolás, pero no conocían a ninguna Amanda. En dieciocho
casos nos respondió un contestador. Nos pareció
que ahí lo más sencillo sería que yo misma, imitando lo
mejor que podía la voz de Amanda, grabase el primer
mensaje.
Por Amanda, cada vez más despiadada, supimos que mi
mensaje no había llegado a destino. Encaramos la variación
simultánea de dos cifras. Para ordenar el trabajo hice
un cálculo previo: hay 6.075 combinaciones posibles, sin
contar las variantes por característica. A razón de sesenta
llamados por día, antes de cuatro meses terminábamos. El
amor de esos dos y la recuperación de nuestra alegría, ¿no
valían el esfuerzo? Ernesto se encargó de los humanos; yo,
de grabar el primer mensaje en los contestadores. Todo en
vano; Amanda seguía registrando pormenores cada vez
más oprobiosos sobre los hábitos de Nico. Un día
Ernesto tuvo lo que creyó una revelación. Dijo:
–No sé si yo hubiese contestado al primer llamado de
Amanda. Al fin y al cabo, fue ella la que lo dejó.
Me agobió el porvenir pero tuve que darle la razón.
Mientras seguíamos avanzando con los primerizos empecé
a grabar, en los contestadores ya registrados y con odio
creciente, los mensajes sucesivos de Amanda. Mientras, su
ferocidad seguía aumentando en nuestro propio contestador.
Ayer tuve un desfallecimiento. El mensaje de Amanda
aludía a un suceso particularmente repugnante de la relación
entre ellos dos.
–No hay nada que hacer –le dije a Ernesto–; Amanda, a
esta altura, ya no podría volver con Nico. Ahora lo único
que quiere es destruirlo.
Nos miramos con fatiga. Habíamos entendido que era
inútil seguir buscando a Nico; aunque lo encontrásemos ya
nada detendría los mensajes sangrientos de Amanda.
Entonces recibimos un nuevo mensaje en el contestador.
Era una voz de mujer, sonriente y aliviada. Decía: “Nico,
habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías
razón, no podemos vivir separados. Llamame”. No
era la voz de Amanda: la conozco demasiado bien. Era la
imitación de mi propia voz imitándola. Dios, alguien a
quien yo había llamado (y cuántos vendrían detrás) iniciaba
el infructuoso trabajo de unir a Amanda y Nico. Algo
irreparable está desencadenado. Ahora, el acto de escuchar
los mensajes del contestador da miedo: ¿con cuál etapa
del odio de Amanda nos vamos a encontrar? Ya no hay
paz para nosotros.

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